Perlongher se ubica más allá del límite del discurso normalizador.
De ahí el carácter particular de sus ensayos enrevesados de una intelectualidad
de los márgenes, que se ideologiza con la experiencia callejera, con el pálpito
de la mirada limitadora de la policía. Si entendemos discurso como el terreno
primario de la objetividad como tal, podemos decir que Perlongher, sus ensayos,
son la síntesis de todas esas pulsiones marginales que la estructura
normalizadora del Estado no contempla. Su discurso se constituye del lenguaje
teórico, científico, objetivo, pero además del lenguaje subjetivo. El sujeto
poético aparece con una carga que le permite sintetizar su discurso, con una
retórica que mantiene una identidad marginal, que no deja de ser lo que es
cuando busca expresarse. Es decir, sintetiza el discurso marginal y se enfrenta
al discurso hegemónico que busca imponer por la fuerza, una ficción de las
identidades que no tiene un asidero visible en la sociedad que sea directamente
representable.
El discurso contestatario se encuentra limitado por la realidad
que impone el discurso normalizador. Por eso, los ensayos de Perlongher quedan
en los límites de lo nombrado, de lo permitido. La violencia y la perversión
intentan moldear a los discursos orilleros. Sin embargo la violencia es
institucional, “un fantasma corroe nuestras instituciones: la homosexualidad”
(Perlongher, 2015: 4) preocupa a las fuerzas del orden. Uno cae preso por puto,
dice Perlongher. Los policías tenían un manual para reconocer a homosexuales.
Pero la discriminación también proviene de otros bandos, también opuestos al
orden institucional, pero que no logran comulgar con las vivencias que padecen
los homosexuales. La revolución era una cosa de machos no de maricas, sumisos,
condicionados por los ideales de la burguesía. La JP arengaba: “No somos putos,
no somos faloperos”. (2015: 5). El mismo Foucault observó este racismo
homosexual en los sectores de ideología socialista o revolucionario. En el
espíritu de la Comuna de París el enemigo era pensado como enemigo de raza. Puig,
en El beso de la mujer araña, expone
en la consciencia del homosexual ese saber que lo excluye de cualquier grupo
político por “el espíritu sumiso, conservador, amante a todo coste de la paz,
sobre todo a coste de la perpetuación de su propia marginación” (Puig, 2005:
182). Es decir la violencia, la persecución discursiva sobre los homosexuales
en la Argentina militar de los años setenta, pero también en los años en los
que escribe Perlongher, tenía una gran carga ideológica de marca, designada
para controlar lo que se muestre como diferente y, de algún modo, detener toda
circulación del desvío. Por otro lado, el género heterosexual tenía una imagen
pública normalizadora: “se presenta como sinónimo de heterosexualidad
conyugalizada y monogámica.” (Perlongher, 2015: 6), imagen que un homosexual
como Molina idealiza. De aquí el sustento de los movimientos revolucionarios
para dejar afuera a los homosexuales, a los maricones, a los
contrarrevolucionarios, y todos ellos entendidos como sinónimos del enemigo.
Sin embargo, notamos que en sus ensayos no hay sumisión, no hay
una pretensión por adaptarse a la norma. En su lenguaje persiste la diferencia:
algo es lo que es sólo a través de sus diferencias con otras acciones posibles.
Un cúmulo de voces heterogéneas se cuela por la hendija de su escritura. Las
voces minoritarias de la sociedad se conjugan en su escritura, sosteniendo la
diferencia, pero enlazadas por un deseo en común: liberarse de la represión
normalizadora de las formas sociales.
Además, desafía el estereotipo de lo denominado como alta
literatura. En Breteles para Puig,
podemos ver un emparentamiento literario con el autor de El beso…. Ambos, se sumergen en los suburbios sociales, en el
lenguaje de barrio, en la no-literatura para crear una voz propia.
Hay una operación camp: tomar lo kitsch para burlarse de lo
serio. El lenguaje se amontona para provocar lo efímero y mostrar sin tapujos
como el sujeto se constituye de ese lenguaje massmediático: “superficialidad
cosmética de la escritura pueril trabaja con la superficie discursiva de los
medios, y, más acá, con el lenguaje de todos los días, no deja de agarrar, sino
más bien lo contrario, los grandes temas o conflictos sociales” (Perlongher,
2015: 29). En 1964, Sontag dice que los homosexuales son grandes promotores de
lo camp, ya que han intentado integrarse a la sociedad en la promoción de un
sentido estético: “Lo camp es un disolvente de la moralidad. Neutraliza la
indignidad moral, fomenta el sentido lúdico.” (1996: 374). Esta misma operación
lleva a delante Perlongher, mostrar sin tapujos la obscenidad de lo serio, la realidad
del homosexual en tiempos de represión: “¿Qué pasa con la homosexualidad(…) en
la Argentina, para que actos tan inocuos como el roce de una lengua en una
glande, en un esfínter, sea capaz de suscitar (…) la erección de todo un apara
lo policial, social, familiar, destinado a ‘perseguir la homosexualidad?’”
(2015: 5).
Otra característica de su escritura es que el narrador
certifica, da constancia: en primera persona narra su experiencia vivida como
marginado por la violencia urbana: “por el momento te dan palos” y no hay un
modo para explicar lo vivido, por eso satura el lenguaje de adjetivos. Hace de
su experiencia un conocimiento y, de este modo, elabora una voz que discute -aunque
se sirve- con el discurso intelectual. El concepto de biopolítica, de Foucault,
por ejemplo, lo toma para hablar de la violencia que se ejerce sobre el deseo
que los cuerpos emanan. El control gubernamental, la cabina que lo mira todo,
tiende “por su propia lógica ‘panóptica’, a multiplicar, con la obsesión del
registro, refinadas categorías que sirvan para identificar y clasificar a los
nómades del submundo”( 2015: 12). De esta manera, corrobora su pensamiento, le
da sustento y veracidad a un género que persiste en el límite de los extremos.
El discurso institucionalizado no deja de incidir en el
comportamiento de la personalidad. Un aparato judicial hecho a imagen y
semejanza de la imagen mediática que delimita los deseos del cuerpo. La ley
delimita los límites de lo permitido. Sin embargo, más allá de la ley, el deseo
tiene rienda suelta: “el propio territorio donde estos encuentros se consuman
configura una especie de ‘tierra de nadie’, ocupada por los enseres móviles de
las diversas tribus marginales.” (2015: 12). El cuerpo no tiene lugar en el
órgano social, queda desterritorializado, en el límite de lo extremo de sí
mismos. Cuerpos que quedan fuera de la clasificación de los cuerpos, de las
estructuras que limitan a los sujetos: “masas de adolescentes
desterritorializados por la miseria, aminorados por la edad, masas de
homosexuales pescando en los zanjones de la marginalidad las aguavivas del
goce.” (2015: 13)
La prosa borrosa de Perlongher se mete en literatura con un
no-lenguaje, en el límite de las clasificaciones, en la marginalidad del deseo,
de las pasiones que las leyes no contemplan como lícitas. Las poblaciones
marginales son su fuerte, “el melandro, el delincuente, el pivete, etc.”,
“Putas, michês, travestis, malandros, malucos” (2015: 12). Una literatura que se apropia del conocimiento
y de las palabras y lo usa a piachere, “la
hornosexualidad”, “la prostitución
virial”, “el apara lo policial”. La palabra se fragmenta, la realidad
multicultural ya no puede totalizarse, la diferencia ínfima hace a otro sujeto,
a otro significado, y que aunque sea heterogéneo, logra un sentido y entabla el
discurso marginal.
BIBLIOGRAFÍA:
-Foucault, Michel (1976). “Del poder de soberanía al poder sobre
la vida”. En: Genealogía del racismo,
trad. Tzveibel, Alfredo. La Plata: Ed. Altamira, pp. 171-189.
-Puig, Manuel (1976). El
beso de la mujer araña. Buenos Aires: Editorial Planeta, 2005.
-Sontag, Susan (1964). “Notas sobre lo camp”. En: Contra la interpretación, trad. Vázquez
Rial, Horacio. Barcelona: Alfuaguara, 1996, pp. 355-376.