La
experiencia en Kafka surge como algo desconocido, en ella algo deviene animal o
deviene hombre en un mismo circuito. De los relatos “Preocupaciones de un padre
de familia” y “Josefina la cantora o el pueblo de ratones” se vislumbra una
posibilidad de experiencia en ese chillido o en la lengua infantil de Odradek,
que todavía no logra articular bien los sonidos, o bien no llega a tomar una
forma precisa. La existencia de un ser que todavía no tiene voz en un pueblo
que endurece tempranamente, un territorio en donde la juventud pasa de
inmediato para hacer adultos durante demasiado tiempo”.
Esta
situación genera que el lenguaje no se articule de acuerdo, como un signo que
no puede ser definido, pero no por el uso metafórico que pueda hacer el
escritor de la lengua, sino más bien por el realismo que utiliza para describir
el estado o las intensidades que se atraviesa al buscar una salida a ese
conducto del devenir hombre o del devenir máquina ya que “lo único que extrae
son unidades sin significación”, un uso “asignificante de la lengua” (Deleuze,
1990: 37). El hombre queda del otro lado del territorio, del otro lado de la
ley, sigue siendo la extrañeza, el excluido de la lengua. La mezcla de
intensidades o de estados que atraviesan aquellos que están en los márgenes, no
logran consagrarse en la articulación de sonidos de su propia lengua, encadenar
la forma del contenido con la forma de la expresión, y se estancan en un estado
prematuro, de impersonalidad, de sensación, de no llegar a ser ese niño en
potencia que necesita “el futuro de la raza”, sino más bien niños como los del
pueblo de Josefina “que todavía no saben chillar,[....] llevándoselo todo por
delante con torpeza, porque todavía no pueden ver, ¡nuestros niños!”
desprovistos de significantes para articular una voz, una forma de vida.
En
la experiencia los personajes de Kafka son incapaz de observarse en otros porque
todavía los otros no lo ven como hombres, hechos de una lengua que los sostenga
en un territorio, en un significante que pueda articular el sentido que Odradek
manifiesta ser, como sí lo logra, en cambio, el público que asiste a los
conciertos de Josefina, que busca reterritorializarse para acceder a la lengua
del comercio, del estado, de la burocracia. “Sabemos que tiene con la lengua
una relación de desterritorialización múltiple: situación de los judíos que han
abandonado al mismo tiempo el checo y el medio rural”. Todos pasaron a trabajar
en el progreso que se pensaba en las grandes ciudades. Sin embargo ahí estaba
Kafka, para resaltar el alemán de Praga, como expresión que desorganiza sus
propias formas para generar nuevos contenidos. Así se hace la experiencia, la
forma de vida, en la escritura de Kafka, que rescata al chillido como el habla
de los ratones, que muchos la olvidaron en la infancia, y desde allí, con esa
lengua ratona construir una literatura menor, un “devenir menor” (1990: 44).
Al
optar por la lengua alemana de Praga, también por ser el nómada o el inmigrante
de su propia lengua. El devenir animal es la preocupación de la comunidad que,
predispuesta al camino de la civilización, intenta aunar a todos niños de un
mismo modo, bajo una misma lengua, y otorgarle al sentido, de la tradición heredada,
ser el paso previo para la articulación de sonidos. Escalón que Odradek no
alcanza por la imprecisión de sentido que conlleva esta palabra, ya que ninguna
de las interpretaciones “nos revela que esta palabra tenga algún sentido.” (Kafka,
1983). Por esta carencia de significante, Odradek deviene en animal, en bestia,
pero que en algún momento tuvo una “forma inteligible, y ahora está rota”. Por eso está destinado a esconderse debajo de
la escalera, y al que se percibe como un “conjunto de estados, diferentes todos
entre sí, injertados en el hombre en la medida en que éste busca una salida.”
(1990: 56) y que dicho proceso se transforme en una experiencia en sí misma.
De
esta manera, lo que se observa, es que el camino de la experiencia queda
sometido a los lineamientos de un método, sujeto a sus tensiones, de las cuales
el pueblo solamente puede liberarse cuando escucha a Josefina, y que por un
lapso puede detenerse en la infancia. El chillido es el habla de nuestra
lengua, dice Kafka, y eso es lo que hace Josefina con su canto, chillar, algo
que todos pueden hacer, pero a lo que el pueblo ya no puede liberarse, por las
cadenas de la vida cotidiana. Sin embargo, al escuchar el chillido de Josefina
se libera al sueño, “como si por una vez el sufriente pudiera tenderse y
reposar en el basto y cálido lecho del pueblo.” (Kafka, 1983: 693). Hasta
hundirse en sus sueños de juventud, que ya pasaron, y durante ese lapso, en el momento
de desterritorialización rescate al recuerdo de la infancia, recuerdo al que se
asiste al escuchar el tartamudeo de Josefina, que comienza sin ver, inventando
el discurso de su canto, sacando de la oscuridad aquello que se expresa
rompiendo la forma y ampliando las ramificaciones.
En
los cuentos de Kafka, la experiencia deviene de los bordes, de allá donde la
lengua resurge en su animalidad, o que desde allí, es capaz de nombrar como el
hombre se encamina a devenir en animal. Si la literatura de Kafka no se
ramifica en nuevos sentidos, el pueblo o la comunidad se cierran a esa nueva
posibilidad de existir, a esa nueva posibilidad de ser. El recuerdo, el sueño
de juventud, fueron desechados al llegar la madurez del cuerpo, al decaimiento
de la carne, pero también cuando se entregó la lengua y la vida a la
cotidianeidad burocrática, mercantil que acecha los días y los oscurece con el
sentido invariable que le otorga a las formas.

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