Estoy plegado a una psicosis. No puedo escribir, desvarío de a ratos. Unos siniestros rondan mi mente, se sorprenden de mi abundante siembra. Vienen a corroborar si voy por derecha o si voy por izquierda. ¡Mis ganas de tener sexo son incorregibles! Creo que estoy buscando una excusa para no seguir escribiendo. Es lo que digo, estoy desvariando. Esta tercera botella de vino me mantiene los sentidos vívidos. Tengo muchas historias para escribir. Pero no me entiendo. No estoy encontrando la paciencia para sentarme y empezar a desmenuzar cada una de las palabras que están injertas en la ranura de cada sentimiento. Voy de ranura en ranura, las palabras se asoman, me entretengo un rato y sigo. Son tantas, que no encuentro con cuál empezar. Es que además, tengo mis palabras. Mi vida tiene que encontrar sus palabras. En una ruta, en la calle, en un bar, en una plaza, en una mujer, en una montaña, en un campo, en el Edén, en el Infierno. Es ahí! En una habitación de mala muerte cuando me voy a poder sentar a escribir. Con el espíritu limpio.
En ese momento mi vida se va a dividir, entre la realidad (la fantasmagoría) y la escritura, en esa pasión orgiástica que me hace sentir el mundo. Así siento que vivo siglos. De acá, hasta donde estás vos, que me lees, puedo tardar un siglo en llegar, en miles de siglos, que se conjugan en algo completamente incontable, infinito.
De curioso, a veces pregunto si los siglos son cómo las penas. ¡Yo pienso que es una pena no vivirlos! ¡Es una pena no vivirlos!
Qué más lujurioso que mojarse en la tormenta. Caminar, sentir las gotas en la cara, sentirse empapado y que no importe la ropa y las enfermedades y las dietas para curarse de esas enfermedades. Es que siempre pensé así, muy pocas veces caí en cama. Creo que lo fui adquiriendo cuando andaba mucho en la calle, raspándome, trepando árboles, andando en bicicleta, hasta cuando me quede jugando en medio de una ventisca, hasta que entendí que todos se habían ido, y que me había quedado sólo.