Entre las fetas de fiambre que iba cortando se coló un pensamiento
relleno de bronca. La hipocresía del mundo entraba a querer destruirla. A las voces
perversas, quería gritarle vieja hija de puta, por qué no te callás la boca, si
no sabés lo que siento yo, mirá que tenemos las mismas tripas y ambas vamos a
terminar en la muerte. Como si nada, la vieja seguía caminando, pero él por su
pensamiento iba pensando más insultos, con un gran sentido histórico ladraba,
ya le vamos a quitar los dos millones de hectáreas que se robaron a todos
aquellos que se cuelan en el significado de lo que sos vos, hoy decís lo que
decís porque tu tradición está quebrada, hoy sabes que el espejito ya no
refleja en tus cirugías lo que una vez fue. No hay peor persona que la que no
quiere aceptar el paso del tiempo, reinas porque tu hipocresía está teñida por
el ojo del comportamiento, por eso es directa, dice lo peor del ser y parece no
darse cuenta. Sus palabras promueven la desigualdad, son la desigualdad. Para
desactivar su artimaña es necesario pasar por loco, para mostrar la verdad, la
verdad después es considerada locura. Sus palabras hablan de una verdad sesgada
de las personas que no pueden ingresar a su imaginario territorial, paradisíaco.
Hasta sutileza ladraba esa mañana, René. Caminaba y pensaba en la mierda de ese
mundo que lo rodea. De repente veía las personas entrar, despejadas de esa perplejidad
que nos levante todas las mañanas a caminar, sintiendo la almohada, el sueño
interrumpido por los números que todavía cuelgan el sistema operativo. Sin
embargo, sostiene la sonrisita idiota, percibe los actos, los suyos, y se da
cuenta que lo hace para no pasar por un ser que no valora el trabajo, para no
pasar a ser esta gente de ahora que no tiene ganas de trabajar. Intuye que los
rostros le piden respetar las formas para arrancar el día con otro ánimo,
cuando aquella vieja basura, se dice a sí mismo, se ocupa todos los días de
hacerme sentir que la vida está mal, cuando su rostro rebalsa de la imagen oro.
Cuando los dueños de la tierra pretenden que dejemos la vida para obtener un
pedacito donde vivir, y cuando ya no podemos más, cuando vivimos como las
normas habitacionales prohíben, colocan a estos que hoy arrancan y se animan a
dar forma a su historia, como unos pobres diablos, como si todavía no te
sintieras parte de este mundo que habitás, como si todavía uno siguiera allá
afuera del jardín mirando para adentro a ver qué sucede.
La producción corporal en el hombre le parecía esa mañana la
falsedad de un ego formado por un ajeno. Oponer su pensamiento al pensamiento
llano que emiten los Telecomedores de Gorro todos los mediodías, todas las
mañanas hasta la eternidad sumergen al hombre en un discurso ajeno, a un
discurso que parece no dejarle espacio a la verdad de nuestro día. En ese
momento llegó a lucubrar un plan. Pensó en irse a retiro, sacar un pasaje a Tucumán
a la tarde noche. Dejó el equipaje en retiro y volvió al centro. Allí, esperó
cruzarse con el Inquisidor para de una vez matarle y que su orden no siga
perpetuándose. Todavía no vemos que tenemos las venas abiertas, pensaba
mientras preparaba un cortado para aquél
que ve todo como una cuestión de atuendos, creyéndose feliz por su
corbata, por su individuo, esa mirada de extraño que me dice fracaso y ahí,
inmediatamente, comprende que puede ser su propio sentimiento de sí, dicho sentimiento
de repudio hacia sí mismo. Se rinde, ante esa disyuntiva, qué resolver, piensa,
es lo que ahora siento, no hay vuelta atrás. Así que se acerca hasta la puerta
del templo y cuando lo ve salir saca un arma y dispara. Así también salió
disparado él, corrió hasta la boca del subte, corrió como aquel que hace algo
para cortar el dolor. Ni bien bajó las escaleras al subsuelo encontró al tren todavía con las puertas abiertas. Como
si lo hubiera cronometrado. Se subió y la tensión lo siguió hasta Retiro. Como
llegó, buscó su equipaje. La voz que dicta los viajes ya había nombrado la
plataforma. Ahora hacía la cola, con paciencia, para guardar su ropa en el baúl
del micro, saludó al maletero, le dio una propina, saludó con una sonrisa al
chofer, entregó su pasaje, y en cinco minutos el micro estaba camino a Tucumán.
Por suerte todo eso corrió en su mente, en esa mañana de fetas de fiambre.
Mientras tanto pensaba quién lo iba a encontrar, no tengo
antecedentes, no me conoce nadie, se decía. En una semana vuelvo y listo.
Pensaba que esas cosas ya no ocurrían más, que eran parte de otra época. Las
cosas ahora se combaten de otro modo, en tanto y cuanto haya una voz que nos
represente, su voz tomaba tintes analíticos, aunque la bronca persistía. Igual,
de todos modos, seguía, el mundo de esta vieja de mierda sigue vivo, sigue
persistiendo en el sacrificio del hombre para lograr sus anhelos, sigue
creyendo necesario el mal para poder sentir los sueños, porque ellos dicen que
a su familia le costó mucho conseguir lo que tienen, que lo hicieron
trabajando, pero trabajando para aquellos otros, que están un poco más arriba,
que se creen devotos de la admiración del otro. El otro los tiene que adorar
por su forma de ser, por lo que piensan que es mejor para los próximos días de
nuestra vida. La vida pasa, esto parece conducirse al presidio.
Entre todo esto, iba terminando los sánguches, decía, entre
hamburguesas y cortados, puchos y chicles para un mejor ahora, yogures para
sentirse más sano. Un actiarriba para sentir energía para no parar. Entre todo
esto, no dejé de sentir, continuó, esta capacidad de sentir la historia de los
días. Me haces reir, Vieja basura, por lo menos no voy a dejar que detones los
sueños.
Relato del 2011,
editado en Lanús, Prov. De Bs. As. Calles: Salta y Rodríguez.