La cuestión es hacia dónde puede conducirnos una interrogación
que no siguiera el camino de la razón, sino que más bien, con o sin intensión,
el sujeto se constituya en un sin límites para representarse como persona, un
sujeto que encuentra la mesura en lo desmesurado. No habrá una respuesta a
esto, por supuesto, pero es lo que se desprende de una lectura meditada, no lo
suficiente, de tres textos: El
dispositivo de la persona, de Roberto
Espósito, El árbol del crimen/Sade I,
de Roland Barthes y como articulación de ambos La filosofía en el tocador, del propio Marqués de Sade. En esta
trinidad textual se observa que, a partir de tener en cuenta la sensibilidad
inherente al cuerpo, se desprende un recorrido que va de la noción de persona,
cómo se constituyó en el pensamiento, en la religión y en el derecho, y que atraviesa,
en el mundo sadiano, libertino, cerrado, con límites, con una lógica diferencial que se
instaura en los deseos infinitos del cuerpo, un orden, para liberal la lujuria.
Más allá del límite de este mundo, queda la virtud, la razón y la voluntad que
la teología y el derecho creen necesario para que el cuerpo no se enferme
(Espósito, 2011: 18). Barthes, por su parte, deconstruye la representación
pictórica del Marqués de Sade sobre el crimen: el lugar en el que es posible
dar rienda suelta a los deseos que la naturaleza le otorgó a su cuerpo. En el
mundo sadiano lo que prevalece es la lujuria y no el desenfreno: un rito que
tiene pasos, reglas, un orden, una iniciación que tiene que superar el cuerpo.
El dinero, la vestimenta, la alimentación, son fundamentales en el encierro
sadiano. Buscó crear una política del cuerpo. Todo debe, en ese mundo de Sade,
estar preparado para disfrutar de los innumerables placeres que se socavan
debajo de la naturaleza del cuerpo. Por otra parte, realiza una defensa del
escritor, que por exponer lo imaginario fue acosado de psicópata y encerrado.
La misma desmesura de la obra sadiana, no estaba bajo los márgenes de lo
permitido. Personas así, para la sociedad, deben ser encerradas y estudiadas,
como si fuese el monstruo foucaultiano. Sin embargo, a pesar del crimen y de la
excitación, del placer y del asco, desde aquel sin límites se pueden prever
verdades ocultas del hombre occidental.
En el tercer diálogo de la obra de Sade observamos cómo dos
libertinos instruyen a una jovencita, Eugenia, en las prácticas sexuales, de
las que se desprende todo un árbol filosófico en torno al crimen, o a lo que
comúnmente, se llama crimen. Para poner en discusión la problemática ligada a
la secuencia de sexualidad, cuerpo y biopolítica (nuestro análisis rondará esta
secuencia) tomemos un fragmento:
La extravagancia del sistema deificante ha sido la fuente de
todos esos errores groseros. Los imbéciles que creían en Dios estaban convencidos
de que solo a Él le debemos la existencia y que tan pronto como un embrión
maduraba, una pequeña alma, emanada de Dios, lo animaba; esos imbéciles
debieron seguramente considerar como un crimen capital la destrucción de esa
pequeña criatura, puesto que según ellos no pertenecía a los hombres sino a Dios; pertenecía a Dios; se podía disponer de
eso sin crimen.(…) Ampliando la medida de nuestros derechos, hemos reconocido,
en fin, que éramos perfectamente libres de disponer de lo que habíamos
producido a nuestro pesar o por accidente, y que era imposible exigir a un
individuo cualquiera que fuese padre o madre si no lo deseaba así; que una
criatura de más o de menos sobre la tierra no era una consecuencia importante,
y que somos los amos de ese pedazo de carne, por animado que estuviese, así
como lo somos de las uñas que nos cortamos, de las excrecencias de carne que
extirpamos de nuestros cuerpos” (2010: 83)
Somos dueños de nuestro cuerpo. Así también lo veían Mill y
Locke, el hombre puede hacer lo que quiere con su cuerpo (Espósito, 2011: 76). Jacques
Maritain, también define a la persona como un “absoluto señor de sí mismo y de
sus actos sólo si ejerce un pleno dominio de su ingente parte animal” (2011:
18). La persona, entonces, puede entregarse a sus deseos pero también puede
controlarlos para seguir el camino de la virtud, de lo correcto, de lo que me
hace persona. Este autor italiano realiza una distinción al interior de la
noción de persona: entre “persona artificial” y “persona natural” (2011: 27).
La primera, es aquella que se conduce a través de palabras ajenas. Aquí
podríamos pensar en Eugenia, que inducida por las palabras de Dolmancé y Madame
Saint-Ange acepta todo lo que debe ser para dejar de ser esa persona inocente,
que se atenía a falsos principios: “Cómo me persuades, ángel mío, ¡vences mis
prejuicios! ¡Destruyes todos los falsos principios que me inculcó mi madre!”
(Sade, 2010: 56). Estas personas tratan de representar acciones y palabras de
otros sujetos, siempre es calificado como una persona que no se halla en el
cuerpo en el que se inserta. Para Barthes, este tipo de persona es la que
intenta alcanzar la figura retratada por el libertino (1966: 90). Ese retrato
nuevo, hecho de palabras y acciones, tiene que ser representado por alguien,
hay un vacío en el retrato narrado que debe ser representado por la víctima
(como en este caso lo es Eugenia). Espósito, a su vez, dice de los personajes
de Kafka que son sujetos imprecisos, como el personaje de Carta al padre, en el cual el hijo se enmudece y no sabe cómo
direccionarse sobre la realidad. Su padre pregona un discurso y se mueve por
otro, discurso que no coincide con sus actos. Entonces, el personaje hijo no
sabe cómo moverse, los límites le restringen el camino que quiera seguir,
quedando un cuerpo fuera de la definición de persona. Igual sucede cuando el
discurso del soberano no coincide con los valores éticos que pregona para sus
seguidores.
La segunda, la persona natural, aquella que tiene el poder de la
palabra, es autónoma. La utiliza para nombrar y para nombrarse: es creador de
conocimiento. Es el que imparte el orden en el encierro del libertinaje (“Pongamos
por favor un poco de orden, en estas orgías es necesario aun en medio del delirio
y de la infamia”, 2010: 72), es el que filosofa sobre la cotidianidad inactiva
a la que someten el cuerpo la mayoría de los hombres. Sólo al interior de esta sociedad
su palabra tiene poder: allí donde se podrá desatar la lujuria. La persona
natural en Sade es la que tiene el dinero, la que está habilitada para gozar
del placer, la que tiene el poder de gozarlo todo, a costa de un pacto de
silencio. “Yo era rica”, dice, Madame de Saint-Ange, “pagaba jóvenes que me
fornicaran sin conocerme; me rodeé de sirvientes encantadores, seguros de
gustar los más dulces placeres conmigo si eran discretos, seguros de ser
expulsados al día siguiente si decían una palabra” (Sade, 2010: 58).
De esta manera lo observa Espósito en el derecho romano, que
quiere borrar del hombre, aquello que el cristianismo ve como la parte
“enferma” de la persona: el cuerpo, el sexo, la desmesura sadiana. Con esta
consideración, entonces, se establece una escala que va de la persona a la
no-persona. Pero allí también se observa otro orden también racional, ritual,
para que el cuerpo se entregue al deseo voluptuoso. El núcleo animal de la
persona debe ser escondido, es la parte que se cubre con la vestimenta, con la
virtud, con la razón, la parte en la que el hombre se esfuerza a salir para
seguir por el camino de la razón. Por eso en el mundo sadiano el silencio es lo
que tiene que prevalecer. El mundo exterior, se sostiene de criterios que
privan al hombre de su propia omnipotencia, debe atenerse “sólo a la dimensión
mental y, por lo tanto, no coincidente con el elemento biológico que lo
sustenta” (Espósito, 2011: 24). Sólo Dios es omnipotente, pero sin embargo, se
mantiene inactivo, no puede aplicar la fuerza de su naturaleza para terminar
con el mal sobre la tierra (Sade, 2010: 35).
En el mundo sadiano no es un crimen cometer incesto, no tener
placer por matar a su madre; en el interior de esta sociedad, la imaginación se
pone en movimiento para alimentar la excitación, insultar a Dios puede ser
excitante. Faltar a las leyes para no someterse a los mandatos absurdos del
tirano es lo que debe inculcar el libertino en la víctima. Sólo de este modo
uno puede alcanzar notoriedad en la sociedad libertina, considerarse persona
como tal, adquirir, como diría Espósito, el poder del soberano, el poder de
persuadir para someter y para que la “victima” pueda sostenerse por ese momento
como tal, como un correcto aprendiz del libertinaje.
Una escena teatral, cerrada, intenta mitificarse como el paraíso
de la lujuria -pero también como el lugar donde el lector recibe una lección de
filosofía (Barthes, 1966: 92)-. Allí prevalece lo jerárquico, donde hay un
activo y un pasivo, un amo y una víctima, un sometido a la palabra del
soberano. Siempre cumpliendo un rol fijo: el de libertino o el de víctima. La
aprendiz, Eugenia, durante la novela siempre cumple con ese carácter, los
libertinos siempre mantienen su rol: Dolmancé, el Caballero y Madame de
Saint-Ange. En el mundo sadiano no hay movilidad de clases, se es rico o se es
pobre, un ser olvidado pero completamente entregado al deseo. Una sociedad
estancada en sus formas, sea en la libertina o en esa sociedad romana de la que
habla Espósito. Una sociedad en la que, a partir del dispositivo de persona, se
divide al género humano en categorías diferenciadas y rígidamente subordinadas.
(En dicho texto, este autor tomó de Simone Weil la analogía entre Roma y la
Alemania nazi, por su característica similar en el uso del dispositivo).
La sociedad sadiana discute con aquello que se quería simbolizar
para controlar lo cotidiano, las sensaciones del cuerpo, que están “enfermas”
para San Agustín y que por eso es necesario erradicarlas. Coincide con el
concepto de soberanía clásica del que habla Espósito, la soberanía que tiene
“el poder de hacer la ley” (2011: 83). Para seguir el “hilo conductor del
cuerpo” –tarea que se propuso Nietzsche- hay que soportar el dolor, así como lo
comentan los libertinos: soportando aquello que resulta desmesurado. En la
despersonalización es que los libertinos llegan a conjugarse como personas,
allí donde la presentación no tiene sentido, para el derecho romano, lo tiene
para Sade, esa parte animal, despreciada por católicos o pensadores antiguos
(Espósito, 2011: 66) es el lugar en el que el libertino, obligado a
representarse diariamente, proyecta nuevos retratos vacíos y en los cuales se
reflejan sus víctimas para intentar ser personas pero no para confirmarse como
tal (Barthes, 1966: 90). Entonces, en la
desterritorialización, en ese más allá del límite de la ley es que surge el
mundo de los libertinos. Es allí que surge este discurso que pretende
contemplar todos los excesos, pero no para causar un efecto, sino para no dejar
nada fuera del lenguaje, “concebir lo inconcebible” (1966: 108). De este modo
se establece el diálogo entre discursos que no pretenden contar anécdotas, sino
representar una manera de cuestionar o de sostener el pacto fundante de una
sociedad, pero siempre bajo el dispositivo de persona. En la ciudad sadiana
también existe una escala de personalidades: allí los límites contraen también
una biología particular: “1) los grandes libertinos; 2) los ayudantes mayores,
que forman algo así como la burocracia del libertinaje;3) luego vienen los
asistentes; son especies de gobernantes o amas de llaves (…) 4) las víctimas
(Eugenia); 5) la última clase es la compuesta por las esposas” (Barthes, 1966:
93). O también representarse como metáfora de ese mundo que se aborrece, tan
opuesto como idéntico. El cuestionamiento filosófico que se desprende de su
obra es para orientar estas escenas reglamentadas de los libertinos. Para darle
un conocimiento al núcleo animal de la persona que se establezca como verdad. Por
eso la obra de Sade busca cuestionar la percepción que el hombre tiene de la
vida cotidiana y en base a eso conforma, también, una totalidad jerarquizada.
Igual que el soberano romano, el libertino disfruta de lo que
otros no tienen. El dinero es clave para la organización de esta sociedad, por
eso no hay lamentaciones por las grandes tragedias humanas, sino que por el
contrario, creen que es necesario que haya ricos para haya pobres, de ningún
modo piensan en alterar el modo en el que la sociedad concibe a éstas dos
grandes discursos: el libertino y el racional. Por debajo de eso, se encuentra
el mundo terrenal, en el que se dirime el espectro de la persona.
Otra analogía entre el soberano y el libertino es que ambos
disfrutan de placeres que otros tenían prohibido, no están permitidos por su
estatuto de persona. En el antiguo Egipto, por ejemplo, los esclavos no podían
disfrutar de una libertad sexual como la que practicaban los faraones. En este
aspecto, no se podían mezclar los linajes, había que cuidar la herencia del
reinado. En los imperios europeos, por lo que se puede comprender, las grandes
familias se constituían en torno a un secreto. La teoría psicoanalítica de
Freud se formó a partir de un estudio sobre el comportamiento de las grandes
familias del Imperio Austrohúngaro. Conceptos como el complejo de Edipo, tanto
en la mujer como en el hombre: “Si tu padre es un libertino, te desea,
enhorabuena: que te goce, pero sin encadenarte; rompe el yugo si quiere
esclavizarte.” (Sade, 2010: 48). El discurso normalizador del psicoanálisis ya
era representado en Sade.
También la vestimenta
tiene una gran connotación en ambos mundos. La vestimenta en el mundo
occidental sirve para tratar adquirir la característica de persona plenamente
humana, la que llevo puesto es lo que da la impresión de racional, moral,
espiritual. La ropa nos define como persona. En cambio en Sade, la vestimenta
no es de gran importancia, “el amor se realiza en la desnudez”. Además dicha
vestimenta debe ser quitada rápidamente para conducirse hacia la lujuria.
Siempre, los elementos están predispuestos para cumplir un rol teatral, para
que cada personaje represente de manera acorde a una escena reglamentada. Una
vestimenta para un determinado momento, acorde al contexto, acorde a la persona
que el cuerpo intente representar.
Entre la soberanía clásica y la sociedad libertina queda un
espectro diseminado del dispositivo de persona. Internet, por ejemplo, arma sus
defensas, en base a los caminos que seguiste en la web y los caminos que otros
tomaron por donde fuiste vos y por donde otros siguieron. Hoy ya no hay un significado que
defina al ser, al sujeto, pero se lo busca controlar. Apropiarse del gusto para
impactar sobre el consumidor. Hoy día, dice Espósito, “el poder de hacer la ley,
la actual, de tipo biopolítico, parece encontrar su propia especificidad
exactamente en lo contrario: en desactivarla, transformando sin cesar la excepción
en la regla y la norma en la excepción, de manera no diferente de como ocurría
en el antiguo dispositivo romano” (2011: 83) Es decir, sumar al espectro del
dispositivo de persona aquel sujeto que aparece fuera de la norma. Hoy el
capitalismo se apropió del sexo y la imagen pública de la familia fue
destronada, entonces, delimitar hoy en día en qué radica el concepto de persona
en el mundo exterior puede ser diverso, heterogéneo, pero podemos decir que el
dispositivo de persona, que funciona en el interior del ser, en esa capacidad
de poder reflejar lo que se es y no estar intentando siempre lograr llegar al
sentido del ser, de una forma predeterminada, dictaminada por otros, sometido a
otro sujeto o a otro símbolo. Pero está en el sujeto esa intensión de querer
reflejarse en otro, de querer lograr un yo a partir de una presentación cargada
de infinitos sentidos, que como en Sade causan miedo, horror y excitación, y
que logran una representación total cuando logran colocarse en un signo vacío,
hasta en tanto y en cuanto uno desee
activarlo, ponerlo en movimiento. El sometido o la víctima tienen el mismo
objetivo: alcanzar ser persona. Seguir la voz del soberano o la voz del
libertino. La dominación de la persona se yuxtapone como una muralla en el interior
de las personas. El sometido o la victima avanza con el discurso que dicta el
libertino, sometido a las palabras que este enuncie, a las acciones, a tratar
de alcanzar ser como tal. En nuestro
mundo globalizado la imposición a ser persona puede tener varios caminos. Pero
como decíamos antes, siempre es posible que nos quieran vender la identidad,
siempre es posible que estemos ahí para movilizar toda la estructura, como la
mueve el monstruo cada vez que se lo califica como tal. Todo el aparato regulador
y disciplinario tratando de regular los discursos, las confesiones que
provienen del cuerpo. Que se haya identificado al sujeto autor con un
libertino, es porque se consideró a la palabra como todo un acto significativo.
“Comenzamos a saber que las transgresiones del lenguaje poseen un poder
ofensivo al menos tan fuerte como el de las transgresiones morales”. (Barthes,
1966: 104).