La voz Conurbalia, "Libreta de viaje: Berlín"



En Berlín vuelan los cuervos sobre el cielo gris, de este día que empieza a caer, por entre las construcciones que todavía proyectan una ciudad que avanza, hasta hundirse en calles nocturnas. Mientras el metal de las vías chirría, el frío eco de la historia alemana vibra en los museos, en las plazas, en los monumentos, en sus escritores muertos, revolucionarios, soldados y políticos, que completan lo que una ciudad erige para salvaguardarse del vacío mortífero del tiempo, que se detuvo en el pasado. El pasado como eco de un presente que vive en el sueño anhelado, de la sociedad posindustrial. Una tierra que constituyo su valor en el tiempo y lo reflejó en el valor que pesa en la moneda de la Unión Europea.  
La ciudad como parque de diversiones. Las albóndigas y la cerveza movilizan a los grupos que la habitan y trasuntan, a través de las mil vías del transporte público y de las strasses. Subtes, trenes, tranvías, y aun así poco caos –claro, en comparación con nuestra aglomeración latinoamericana, en calles en las que todavía persiste la ambivalencia del tiempo, vivo. La representación citadina de la vida latinoamericana se trasluce en la puerta de los negocios chinos, en las mini-despensas o en los latinos, que todavía se sientan a la vereda en los días de verano a tomar fresco, donde la intimidad uno la observa al pasar por la puerta. Sin embargo, a veinte o treinta cuadras más al norte perviven las formas petrificadas de la civilización del dinero.
En vano sería para nosotros, transeúntes latinoamericanos, detenernos en la observación que se hace de la experiencia moderna. Páginas webs, guías, recorridos, etcétera y etcétera están al servicio de lo que busques. No hurgaremos los recovecos de la ciudad. En este caso el turismo cultural no tendrá ocasión, haremos el esfuerzo de profundizar el ojo, de esta lengua castellana, una impresión sobre este presente singular, sin orden y por esta ciudad que fue el escenario de la Guerra Fría.
Mientras tanto, en esta tarde noche juego al escritor de viaje, a lo Humboldt, pero a la inversa,  sin serlo. Me percibo sobre una maqueta, como en una representación, en una escena construida para estos cinco días que parece erigirse sobre mí… pero no, es siempre así. Estando aun presente siento la ficción, lo lúdico, lo gestual, el ánimo atento al placer. La liberación se siente en la aldea berlinesa. Para mí, que estoy afuera, y contemplo esta vida como un juego, el momento de ser, solo puede ser fingiendo, como una imposibilidad de verdad. Así, como si el existir sintiera el presente de ser escritor, donde cabría la posibilidad, solo por este momento que intento escribir una impresión en mi libreta. Como si la lucha por el sentido de la historia se haya ido por la tangente a seguir su camino.
Desde una mesa en el rincón, me veo a mí sentado junto a la barra, masticando y escribiendo a mano (en la libreta que ahora transcribo). Llama la atención mi aspecto latino, blanco, flaco, en este bar donde hasta la señora que sirve la cerveza y la comida es rubia y de ojos claros. Levanto los ojos y todos vuelven a su charla con un alemán cerrado, mientras el hombre solitario, al otro lado de la barra, habla su neurosis fingiendo ser Putin.
Afuera los afiches publicitarios, los carteles, grafitis y otras formas de comunicar abundan. Como también abundan los mercados de ropa barata, alrededor de la vieja Alexanderplatz, en la que Franz Biberkopf, en algún año de la década del ’20 buscó un oficio que le permita vivir, que lo saque del miedo y la imposibilidad, la negación y la desesperación de una ciudad en la que abundada la sospecha y el individualismo.
Ahora, en la década del ’10 del siglo XXI, el trabajo es digno, los alemanes pueden sentirse gratificados con su salario, con sus tareas y eso uno lo vislumbra en sus rostros, y hasta en algunos inmigrantes europeos, que sabiéndose como tales, migran en busca de mejoras salariales, que la primer economía de Europa posee. Así también me lo expresó Pedro, un sevillano algo nervioso, que lo encontré en la rivera del Spree, en la parte este de Berlín. Aquí gano unos 8.5 euros a la semana, en España, gano solo 4.5. Entonces por qué no voy a aprovechar mi pasaporte, que dice que soy ciudadano europeo y cuando mi país le tiene que pagar la deuda a Alemania. Así que aquí estoy bien, puede llegar tranquilo a fin de mes, me pagan las clases de alemán y así puedo atender mejor a los clientes de la pizzería. La hospitalidad se demuestra haciendo del otro un igual que viene a comprar y en eso el Estado alemán trabaja. También por su fama en el pasado y un poco por el presente, en el que domina la economía de toda Europa. En esta economía el libre mercado se sostiene, puede prosperar, pueden importar trabajo porque también pueden producir la mejor industria. Pero se regula, no es Londres. Acá el sentimiento alemán está primero. La cultura alemana de Berlín no se pierde en la globalización, sostiene una esencia, una identidad, pero que también se nutre de lo extranjero.
Mientras las tiendas venden y la temperatura se hunde entre las nubes, los ánimos aflorar en los bares. En los bajos, los negros toman las esquinas y hacen sus coffee shop ambulantes, discretos, y hacen su venta y viven donde aún no pueden establecerse, de forma legal, pero también son la manifestación de un modo de vida, entre los varios que deambulan en esta ciudad equilibrista, a los cuales se vigila pero no se reprime. Sin embargo, nada parece teñido por el oscurantismo con el que transmiten los medios los estereotipos del otro. Entre los habitantes, se respira confianza, no hay evidencia de envidia, desconfianza y otros flujos humanos que traban las relaciones.
Hasta acá llego este relato. Se cierra la libreta. 

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