No quiero pensar más, basta de locuras

Hoy fue un día horrendo. En la bicicleteria me pasaron 100 pesos por pintarme la bicicleta ¡Un disparate! Les dije que me parecía bien, pero por dentro estaba pensando: ¡qué hijo de puta que es el dinero! Mañana iba a pasar para que concreten la matanza.

Me refugié en casa de esas lanzas de la ciudad y leí unas páginas de la novela de Kerouac, aferrado a la cama. Entrelíneas, el sueño iba tomando ventaja. Me comía las neuronas la idea de tener que pagar cien pesos dentro diez días y no saber qué hacer. Era como desear a la hermana de tu novia y no poder decirlo. Inverosímil momento. Al final de la actuación, me dormí.

En la otra parte de la casa, se escuchaba la velocidad de la limpieza de Susana, y las tremendas pelotudeces que decía la radio, sumadas a esa música que tan sólo me producía sueños alfa, trayéndome malas visiones. Mejor olvidarlo todo.

El tiempo transcurría y yo seguía echado como una vaca luego de pastorear. Las cintas de mis persianas oculares no aguantaron, se rompieron y me quedé a oscuras.

Utilicé la poca fuerza de perezoso que tenía para levantarlas y así poder tomar el despertador y ponerlo en hora, porque tenía que ir a trabajar. Lo puse a la una y treinta me quedaba media hora de sueño: “algo es algo, peor es nada”. Para mí, media hora pueden ser dos. Luego de luchar con estas pequeñas cosas, y de poner el despertador, me tiré sobre la almohada. No sé lo que pasó después.

El frío era crudo. Pensé en acurrucarme como un bicho bolita para remediarlo, pero me sentía como un perro. En realidad era un perro.

Me parecían conocidas esas personas, que podía ver desde esa ventana. Actuaban de manera extraña, hasta un extraterrestre se sorprendería.

Aparecí en el balcón de un departamento, lo que me generó miedo y nostalgia. Pensé, alguna vez, que si era perro por lo menos iba a vivir en La Habana en una choza, cerca de las playas y tomar el mejor ron. Tenía que seguir soportando el dolor de los humanos.

Aunque les iba a bailar, cuando me daban la sobra de los asados o de las pastas de La tana que, por cierto, era una gran cocinera. Ella es mi dueña. Cosa que yo no considero, pero vivo bajo el manto de esa ley.

Cuando ella bajaba la basura o se distraía mirando Mirtha Legrand, trataba de sacarle algo de comida, porque siempre la dejaba a un salto. La vez que pude, terminé por comerme una paliza. No me dio de comer por un día y me dejó en el balcón, con el frío del invierno y con los murciélagos, que por solo aletear me asustaban, lo que me llevó a pensar en un delirium tremens sicótico. Fue ahí, en uno de esos días, que comencé el relato.

La tana siempre se quejaba en voz alta de lo mierda que era el encargado, le tiraba cualquier clase de insulto, que jamás sospecharías de una señora tan simpática como aparentaba. Alta turra era. Sin embargo, la gente del edificio parecía quererla mucho. También desdeñaba a la vecina, que le tocaba todos los días el timbre con algún chisme distinto o con ganas de romper las bolas por cualquier boludez. En eso coincidíamos, la vecina era una pesada, un luchador de Sumo, parecía.

Al día siguiente, cuando salí del balcón, tenía el lomo mojado con pis y, por el hambre y el pánico a los murciélagos, me comí hasta la mierda. Después en forma de venganza, y mientras se reía, yo le pasaba toda la mierda por las patas y ella colaboraba besándome la cabeza meada. “Hoy te voy a sacar a pasear”.

En el palier, nos cruzamos con un chico que salía de la celda de al lado. Lo miré y era igual a mí, cuando era persona. Pero hubo algo raro. El chico saludó y nadie respondió.

La tana le ponía buena cara a todo el mundo, lo que logró estremecerme, y pegué un ladrido. Terminó por susurrar: ¡perro de mierda, callate! De repente llegó el ascensor. Mi yo se quedó esperando, ya que la vieja ni se mosqueó para dejarlo pasar. Aunque, cuando bajamos, pude ver que aparecía por la escalera y me metía en el estacionamiento. Tal vez iba a buscar la bici. Yo salí con la tana, que me llevaba con mi correa, lo que pude echarme un cago contemplando los autos y colectivos y las boludeces que decía la vieja en voz baja. Parecía cantar La vida me engañó.

En la esquina, al levantar la vista, contemplé que se aproximaba en la bicicleta negra. Yo persona saludó simpático, lo que fue en vano. Pegué más ladridos, pero insistía en que me calle y a otra cosa no respondía. Por dentro también me preguntaba, por qué ella no puede soportar mis ladridos y yo puedo soportar todos sus ladridos histéricos y necesitados de sexo.

Yo me iba alejando y la vieja empezó a regresar hacia el edificio. Un paseo corto, pero raro.

Me sorprendió que no me saludaran al salir de mi celda o al pasar por la esquina. Siempre tuve buena relación con la tana. Hasta yo sabía que nunca había hablado mal. Siempre decía lo inteligente que parecia ser. Me sentía un perro paranoico, pensaba lo peor. Aunque trataba de jugar con eso.

Al rato de llegar, como de costumbre la vecina del departamento de enfrente se acercó. Se escuchó el timbre y pude entender que era ella. Al abrir la puerta mí teoría se confirmo. Esta vez, la señora no venía con la mismas historias de siempre, aunque sí, con una nostálgica.

La vecina contó con total resignación el suicidio de un chico del edificio: “Era muy joven, Juan”. Así me llamaba ella.

Al pasar esta media hora, salté de la cama como si el despertador en vez de haber sonado, hubiese dado 440 voltios a las sábanas, y dije un día estos me voy a morir de un infarto si me sigo despertando así.

Me calcé, salí de la habitación, saludé a Susana. Chau, Luis, nos vemos el martes. Le devolví el saludo, y salí.

Ni bien comencé a andar por el caos, me sentí invisible, desvanecido.

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